Así
explica el autor de esta magnífica obra de divulgación científica cómo la
visión de un dibujo con las capas de la tierra le sirvió de acicate para
escribir este libro, a pesar de que él no tenía formación científica. ¿ Qué te
sugiere la lectura de esta introducción?
Mi punto de partida
para escribir Una breve historia de casi
todo fue, por si sirve de algo, un libro de ciencias del colegio que tuve
cuando estaba en cuarto o quinto curso.
Era un libro de texto corriente de los años cincuenta, un libro
maltratado, detestado, un mamotreto deprimente, pero tenía, casi al principio,
una ilustración que sencillamente me cautivó: un diagrama de la Tierra, con un
corte transversal, que permitía ver el interior tal y como lo verías si
cortases el planeta con un cuchillo grande y retirases un trozo coque
representase aproximadamente un cuarto de su masa.
Resulta difícil
creer que no hubiese visto antes esa ilustración, pero es indiscutible que no
la había visto porque recuerdo, con toda claridad, que me quedé
transfigurado.(…) Mi atención se desvió poco a poco hacia la idea de que la
Tierra estaba formada por capas diferentes y que terminaba en el centro con una
esfera relumbrante de hierro y níquel, que estaba tan caliente como la
superficie del Sol, según el pie de la ilustración. Recuerdo que pensé con
asombro: ¿Y cómo saben eso?

No dudé ni siquiera un
instante de la veracidad de la información-aún suelo confiar en lo que dicen los
científicos, lo mismo que confío en lo que dicen los médicos, los fontaneros y otros
profesionales que poseen información privilegiada y arcana-, pero no podía imaginar
de ninguna manera cómo había podido llegar a saber una mente humana qué aspecto
tenía y cómo estaba hecho lo que hay a lo largo de miles de kilómetros por debajo
de nosotros, algo que ningún ojo había visto nunca y que ningunos rayos X podían
atravesar. Para mí, aquello era sencillamente un milagro. Esa ha sido mi posición
ante la ciencia desde entonces. Emocionado, me llevé el libro a casa aquella noche
y lo abrí antes de cenar-un acto que yo esperaba que impulsase a mi madre a
ponerme la mano en la frente y a preguntarme si me encontraba bien-.Lo abrí por
la primera página y empecé a leer. Y ahí está el asunto. No tenía nada de emocionante.
En realidad, era completamente incomprensible. Y sobre todo, no contestaba ninguno
de los interrogantes que despertaba el dibujo en una inteligencia inquisitiva y
normal:¿cómo acabamos con un Sol en medio de nuestro planeta y cómo saben a qué
temperatura está? ; y si está ardiendo ahí abajo, ¿por qué no sentimos el calor
de la tierra bajo nuestros pies ?;¿por qué no está fundiéndose el resto del interior?,¿o
lo está?;y cuando el núcleo acabe consumiéndose, ¿se hundirá una parte de la Tierra
en el hueco que deje, formándose un gigantesco sumidero en la superficie?;¿y cómo
sabes eso?;¿y cómo llegaste a saberlo? Pero el autor se mantenía extrañamente silencioso
respecto a esas cuestiones...De lo único que hablaba, en realidad, era de anticlinales,
sinclinales, fallas axiales y demás. Era como si quisiese mantener en secreto lo
bueno, haciendo que resultase todo sobriamente insondable. Con el paso de los años
empecé a sospechar que no se trataba en absoluto de una cuestión personal. Parecía
haber una conspiración mistificadora universal, entre los autores de libros de texto,
para asegurar que el material con el que trabajaban nunca se acercase demasiado
al reino de lo medianamente interesante y
estuviese siempre a una conferencia de larga distancia, como mínimo, de lo francamente
interesante.
Luego, mucho después
(debe de hacer unos cuatro o cinco años), en un largo vuelo a través del Pacífico,
cuando miraba distraído por la ventanilla el mar iluminado por la Luna, me di cuenta,
con una cierta contundencia incómoda, de que no sabía absolutamente nada sobre el
único planeta donde iba a vivir. No tenía ni idea, por ejemplo, de porqué los mares
son salados, pero los grandes lagos no. No tenía ni la más remota idea. No sabía
si los mares estaban haciéndose más salados con el tiempo o menos. Ni si los niveles
de salinidad del mar eran algo por lo que debería interesarme o no. Y la salinidad
marina, por supuesto, sólo constituía una porción mínima de mi ignorancia. No
sabía qué era un protón, o una proteína, no distinguía un quark de un cuásar, no
entendía cómo podían mirar los geólogos un estrato rocoso, o la pared de un cañón,
y decirte lo viejo que era...,no sabía nada, en realidad.

Me sentí poseído por
un ansia tranquila, insólita, pero insistente, de saber un poco de aquellas cuestiones
y de entender sobre todo cómo llegaba la gente a saberlas. Eso era lo que más me
asombraba: cómo descubrían las cosas los científicos. Cómo sabe alguien cuánto pesa
la Tierra, lo viejas que son sus rocas o qué es lo que hay realmente allá abajo
en el centro. Cómo pueden saber cómo y cuándo empezó a existir el universo y cómo
era cuando lo hizo. Cómo saben lo que pasa dentro del átomo. Y, ya puestos a preguntar-o
quizá sobre todo, a reflexionar-, cómo pueden los científicos parecer saber a menudo
casi todo, pero luego no ser capaces aún de predecir un terremoto o incluso de decirnos
si debemos llevar el paraguas a las carreras el próximo miércoles. Así que decidí
que dedicaría una parte de mi vida (tres años, al final) a leer libros y revistas
y a buscar especialistas piadosos y pacientes, dispuestos a contestar a un montón
de preguntas extraordinariamente tontas. La idea era ver si es o no posible entender
y apreciar el prodigio y los logros de la ciencia a un nivel que no sea demasiado
técnico o exigente, pero tampoco completamente superficial. Ésa fue mi idea y mi
esperanza. Y eso es lo que se propone hacer este libro.